30/5/07

¡Perdón Eclesial!

El gesto de la jerarquía de la Iglesia es elogiable, por más que el documento "La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de la fe al siglo XX" de la Conferencia Episcopal española describa, pero no analice, los errores colectivos cometidos en este siglo. El documento ha sorprendido a todos con sus referencias a la guerra civil en el capitulo Confesión de los pecados y petición de perdón, donde, sin querer señalar culpas de nadie y sin querer entrar en el análisis de responsabilidades, señala que "deseamos más bien pedir el perdón de Dios para todos los que se vieron implicados en acciones de sangre que el evangelio reprueba, estuvieran en uno u otro de los frentes trazados por la guerra".

Monseñor Asenjo puntualizó que "la Iglesia también fue víctima, no cabe duda, pero aquí nosotros no pedimos que nadie pida perdón a la Iglesia, sino que sea toda la sociedad la que pida perdón". La Conferencia Episcopal al pedir perdón por las acciones de otras personas, prácticamente fallecidas todas ellas, no entra en las causas de la actitud de entonces así como los enormes sacrificios y dolores de tantos creyentes, y el agravio permanente al que se sometió a la misma religión. ¿Por qué juzgar con criterios de 1999 actos de sesenta años atrás?

¿Para qué este documento después de 60 años? ¿Para satisfacer a un sector de la actual democracia cristiana? ¿Quizás, para contentar y tranquilizar las conciencias de aquél minúsculo sector de católicos, precisamente el que hizo mutis por el foro en los tiempos en que más arreciaba la persecución a la Iglesia en España? Una persecución que no se inició en la guerra civil sino que se arrastraba de todo el siglo XIX. ¿Es que la jerarquía de la Iglesia, con su pérdida de memoria histórica, no recuerda las continuas quemas de iglesias, conventos y el asesinato de religiosos y seglares? ¿Qué autoridad trató de frenar esos crimenes? ¿No recuerda la jerarquía eclesial como, a comienzos de siglo, era habitual escuchar frases como esta: "Entrad en los conventos, arrasarlos, tomar a las novicias y elevarlas a la categoría de madres"? ¿Pero, aunque mucho más reciente, tampoco se acordará de la actitud servil de algunos de sus pastores ejerciendo de verdaderos comisarios políticos y portaestandartes del régimen militar durante la dictadura franquista?

Recuerda la Iglesia que aquellos violadores anticlericales, o estos matones fascistas, nunca mostraron arrepentimiento alguno ni nunca pidieron perdón, y seguimos sin tener noticias de que hayan realizado autocrítica alguna hasta la fecha, aún cuando tenían idénticos motivos, o muchos más, para realizarla. A pesar de su buena intención, el documento se puede convertir en una nueva manipulación de la sociedad española; por ello, los carlistas debemos alzar nuestra voz para exigir que se cuente la historia con los errores de unos y de otros. Y la levantamos con el derecho que nos da el ser la única formación política que realizó su propia autocrítica hace ya muchas décadas.

Ciertamente, la jerarquía de la Iglesia Católica Española sí que debía realizar una petición de perdón; pero, en primer lugar y de manera destacada, a todos sus hijos muertos en defensa de la Fe, de los cuales nos puede parecer hoy que se avergüenza cuando, en ocasiones, ante la beatificación de algunos de ellos vemos como algunos jerarcas eclesiales no encontraron tiempo en sus apretadas agendas para acudir a la ceremonia en Roma. Si no están de acuerdo con la parafernalia beatifical, que convenzan al de Roma y detengan su máquina de santificar, pero no olviden, ahora, que mártires por la Fe los hubo entonces. En segundo lugar, la Iglesia debería pedir perdón por su prolongado silencio durante la noche del franquismo.

También, dado el ascendente que la Iglesia Católica ha tenido sobre determinadas personalidades del Carlismo, quiero recordar aquí a tanto carlista asesinado por el único delito de defender a una Iglesia perseguida. Un hecho cierto e incuestionable éste que, ahora, en España, se intenta olvidar cuando la Iglesia universal reconoce que sí hubo martirio y que, por tanto, eleva a los altares a algunos de los que lo sufrieron, mal que pese al entorno de sus asesinos. Este antecedente ha sido harto evidente en todas las épocas de nuestra historia. Con un ejemplo bastará, el del carlista catalán Tomás Caylà y Grau.

El insigne político catalán fue asesinado en agosto de 1936, como años antes habla sido asesinado su padre. Don Tomás fue un claro ejemplo del hijo dilecto y fiel de la Iglesia desde sus cargos orgánicos en el Carlismo, desde su posición de editor de dos diarios en la ciudad de Valls (Juventud y la Crónica) o desde su actividad de concejal en dicho ayuntamiento. Ambas publicaciones, editadas en catalán, cumplían las instrucciones recibidas de la jerarquía eclesial, en su caso, el Cardenal Vidal y Barraquer. Como a cualquier otro medio de comunicación de índole católica, el Cardenal enviaba sus emisarios, habitualmente sacerdotes, con las indicaciones sobre temas y contenidos a expresar en sus páginas para la mejor defensa de la Iglesia. Conviene recordar aquí que cuando don Tomás saludó en un editorial el advenimiento de la República, el Cardenal le transmitió una fuerte reprimenda verbal. Meses después, conforme arreciaba la persecución religiosa, el Cardenal le instó a no dar tregua en su denuncia de los desmanes de la República. Al Cardenal Vidal y Barraquer nos lo presentan ahora como el paradigma de la fidelidad de un sector de la Iglesia a la República y al nacionalismo catalán. Don Tomás, hijo fiel de la Iglesia, como tantos miles de carlistas, moriría asesinado horas después de escribir la última carta a su madre, por supuesto en catalán, mientras el cardenal Vidal y Barraquer, que tantos emisarios y notas le había enviado exhortándole a una mayor beligerancia con la república, moriría en su autoexilio fuera de España, ya acabada la guerra, después de haber redactado su testamento personal en castellano.

Finalizada la guerra civil, al Carlismo le fueron negados, en múltiples ocasiones, templos donde celebrar el recuerdo religioso a sus caldos en la defensa de Dios. No olvidemos tampoco que un buen número de locales, creados y mantenidos por los carlistas, ante la imposibilidad de legalizar los por parte de éstos, ya que el Carlismo estaba de nuevo proscrito, fueron a parar al patrimonio eclesial con la excusa del nombre de Circulo Católico o similar con el que habían figurado.

¿Qué conclusión podemos sacar? Evidentemente, que no hagamos nunca más el pardillo cuando la jerarquía de la Iglesia ande metida en la gresca por las cosas temporales. ¡El que quiera peces que se moje las posaderas!

(Publicado en El Federal, núm. 4 – Febrero 2000)

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