7/6/07

El Imperio y sus cipayos (1)



Tras recibir el 11 de septiembre de 2001 en su propia carne una pequeña muestra de la misma muerte y destrucción que, desde la guerra de Corea, los norteamericanos habían llevado a diversos países de Asia, África e incluso Europa, tras declarar la guerra al terrorismo con la operación Justicia Infinita, redefinida por la presión de los medios de comunicación independientes como Libertad Duradera, los Estados Unidos, con toda su maquinaria bélica, han atacado ciudades y pueblos, objetivos civiles y militares de Afganistán. Un pequeño país asiático sometido a la machista dictadura talibán. Un régimen teocrático que formó a sus miembros en el exilio de Pakistán, durante la invasión soviética, gracias a las escuelas coránicas financiadas por Arabia Saudita, país que les instruyó en la más estricta observancia islámica, una fe que no les impide producir la heroína que demanda y compra Occidente.

Quien trate de analizar lo acontecido ese 11 de septiembre bajo el influjo de las imágenes de la destrucción de las torres gemelas de Nueva York, el ataque al Pentágono o el avión siniestrado en Pittsburgh, se encontrará con la dificultad de contar sólo con la información facilitada a través de agencias internacionales de prensa, y el no tener más datos que los filtrados por el Gobierno de Bush.

Desde su Olimpo de la Casa Blanca, el presidente Bush se muestra como un Dios cruel, vengativo y rotundo: «se está con EE.UU. o contra EE.UU.». A su conveniencia, Bush parafrasea el Evangelio: qui non est mecum contra me est (Mateo, XII, 30). El presidente americano considera enemigo a quienes no repitan, cual jaculatorias, sus consignas belicistas. Un Bush, a quien no le importó lo más mínimo firmar sentencias de muerte para llegar a la Casa Blanca, aún a sabiendas de la inconsistencia de la mayoría de las pruebas acusatorias contra los condenados, preferentemente negros e hispanos. Un país, Estados Unidos, cuya categoría moral y realidad democrática se refleja en un sistema de justicia que condena y ajusticia a niños, disminuidos psíquicos y a todos aquellos que, por no tener dinero para procurarse una mínima defensa, son acusados y condenados a muerte sin pruebas concluyentes. Un país que aún mantiene un atisbo de esperanza, gracias al esfuerzo de sus militantes de derechos humanos que luchan para abolir la pena de muerte en su territorio y eliminar así ese 80% de errores judiciales en las condenas a muerte.

Y toda la cohorte occidental se inclina en presencia de Bush como si de un Dios se tratara, tal como públicamente hace José María Aznar y retransmite TVE. Pocas veces habíamos tenido un presidente de Gobierno tan servil a un presidente de Estados Unidos. Un país que dice defender la libertad y la justicia en el mundo,
cuando su presidente otorga licencia para matar, en toda la Tierra, a todos sus servicios de seguridad: la Agencia Nacional de Seguridad, la CIA o el FBI. Ya sabemos cuál es su respeto democrático a los más elementales derechos humanos cuando se trata de la seguridad de EE.UU. la Agencia Nacional de Seguridad, por ejemplo, rastrea a diario, vía satélite, más de 3.500 millones de comunicaciones personales -teléfono, fax, internet u otro sistema- en cualquier lugar del planeta. Así, en teoría, toda comunicación que incluya alguna palabra clave de las consideradas como peligrosas para su seguridad es analizada y fichados sus interlocutores.

la actual campaña de intoxicación informativa proyanqui trata de impedir posibles líneas de análisis. Una, referida a los inductores y ejecutores del criminal acto terrorista en EE.UU.; y otra, al papel de quienes, en Europa y otros países, ya sean jefes de Estado, de Gobierno o responsables de partidos políticos, se ofrecen como cipayos al servicio del imperio estadounidense.

Sobre sus posibles inductores y ejecutores los límites se estrechan: ha sido el entramado del terrorismo islámico, si bien ni el propio Ben Laden lo ha asumido en su alocución televisiva después de los bombardeos, aunque se haya alegrado del mismo; o, tal vez, ha sido un montaje de los servicios secretos, con la Corporación Industria-Armamentística- Pentágono al fondo. En ambos casos, en medio del execrable crimen, la CIA. Quizá, dentro de un siglo, así lo dirá la historia no oficial.

En teoría, por capacidad tecnológica y preparación técnica tan sólo los servicios de espionaje serían capaces de llevar a cabo con éxito un acto de este tipo. En la práctica, se acusa a esos servicios de confiar demasiado en la tecnología y de ser incapaces de infiltrar topos en el seno del terrorismo islámico. Si, ciertamente, se tratara de un atentado del integrismo islámico, la Agencia Nacional de Seguridad, la CIA y el FBI se habrían cubierto de gloria, ya que nadie sensato puede imaginar cómo en el país más protegido de la Tierra, cuya policía detiene, retiene y apalea o expulsa a cualquier extranjero por el simple color de su piel o por sus rasgos étnicos, se haya podido cometer un crimen de ese calibre.

Con dolor, reseñamos la actitud pusilánime de las iglesias cristianas ante la necesidad de la guerra impuesta por la industria armamentista occidental. El Vaticano que alertó contra el odio y las armas, que «sólo siembran nuevos odios y nuevas muertes», ha terminado aceptando una acción de represalia selectiva de Estados Unidos.

¿Qué es el terrorismo Islámico?

En estos momentos los medios de comunicación, los oficiales y los que se doblegan serviles, han generado una auténtica paranoia contra el terrorismo islámico, olvidando décadas de un terrorismo occidental pro-capitalista que ha dejado el mundo sembrado de magnicidios, derrocamiento de gobiernos legítimos, países, ciudades y pueblos aniquilados e industrias esenciales destruidas y que, en el caso de EE.UU., se muestra insolidario con el resto de los pueblos del planeta al negarse a implantar medidas que reduzcan su capacidad de contaminación y destrucción ecológica.

A Estados Unidos le han tocado el corazón económico de su imperio, el emblemático entorno de Wall Street, símbolo de grandeza y de la soberbia del capitalismo. Las lágrimas de un Occidente, que olvida sus actos criminales sobre terceros países, no ocultan los más de sesenta años de conspiración norteamericana para desbancar a británicos, franceses, italianos o soviéticos en su influencia sobre el continente africano y asiático. Territorios de expansión de un Islam, que aparece como libertador, frente a un cristianismo demasiado enredado en el colonialismo.

En su Informe a Nixon sobre Hispanoamérica, Rockefeller aconsejaba a la CIA que, para contrarrestar la influencia progresiva de la Teología de la Liberación, introdujera a sectas protestantes entre las burguesías de latinoamérica para mejor control de sus gobiernos y las financiara como mejor forma de alienar al conjunto de su población. Así, en cualquier asunto y país hispanoamericano, con o sin el amparo de la ONU, EE.UU. enviaba a sus tropas para ocupar militarmente el país que les interesara.' A la brava o bajo el paraguas de la Alianza para el Progreso, con engaños, los equipos médicos yanquis de ayuda humanitaria, por ejemplo, esterilizaban mujeres y hombres jóvenes de tribus enteras de latinoamérica.

Sin embargo, la intervención militar en el resto de continentes era mucho más complicada. Por ello, durante la etapa histórica de la guerra fría, las agencias de espionaje y seguridad estadounidense crearon en todas las repúblicas soviéticas de mayoría musulmana múltiples grupos terroristas islámicos para combatir el ateísmo marxista y fomentar el separatismo en la URSS.

Aunque no sea sentimentalmente el momento, y a pesar de su incondicional apoyo a Israel, no debemos silenciar que Estados Unidos creó, asesoró, financió, instruyó y le marcó sus objetivos al, ahora, tan denostado terrorismo islámico. Afganistán es un caso bien paradigmático. Los británicos salieron de dicho territorio con el rabo entre las piernas. Posteriormente, los soviéticos fueron batidos en toda la línea, pese al tremendo esfuerzo humano y económico que realizaron. Derrota que contribuyó a destruir la URSS, de ahí que, ahora Rusia, apoye las acciones del Pentágono contra los talibán. Pero, ¿quién pertrechó a las guerrillas islámicas contra el Gobierno afgano títere de la URSS? ¿quién adiestró, financió y le facilitó toda la cobertura logística a los terroristas afganos que combatían al Partido Comunista de Afganistán y al ejército soviético que lo mantenía en el poder? Muchas preguntas se podrían realizar, y todas tendrían el mismo epicentro: la Central de Inteligencia Americana (CIA).

Si su antiguo agente OSAMA BEN LADEN se posiciona en contra, los EE.UU. pegan el cartel de WANTED por todas las esquinas de la Tierra, y en el más viejo estilo justiciero del Oeste se le busca vivo o muerto. Como en El hombre que sabía demasiado de Alfred Hitchcock, a Ben Laden se le debe eliminar a toda costa para evitar que hable. Una intriga por capítulos que nos ofrecerá acción constante contra los malos. Una intriga laberíntica entorno al eterno tema del perseguido-perseguidor, desconcertante, con situaciones peligrosas, caóticas e inestables.

La CIA que, en ocasiones, se parapetó en ciertas interpretaciones del cristianismo para disponer de un terreno abonado donde ocultar sus agentes y conseguir sus objetivos de control mundial, también deberia aprender aquello del Evangelio: Qui gladio ferit, gladio perit (Mateo, XXVI, 52). Y a éste quien a hierro mata, a hierro muere debería añadir ese dicho tan español de Cría cuervos y te sacarán los ojos. Si la CIA creó la figura de Osama Ben Laden, le asesoró, financió, armó, marcó objetivos y le prestó toda su cobertura en el pasado, los EE.UU. deberían apechugar solos las consecuencias de sus propios actos criminales, puesto que cualquier día puede volver a necesitar al terrorismo islámico para la defensa de sus intereses estratégicos. Pero, en la guerra declarada por Bush, el fondo de la cuestión no es la lucha contra el terrorismo islámico. Sino que, como refleja la primera medida de Bush: el acoso financiero a la organización de Ben Laden, Al Qaeda, es también un ataque contra ONGs y organizaciones que nada tienen que ver con Osama Ben laden y sí con la lucha contra el sistema capitalista. Es un dato que los luchadores contra el neoliberalismo deberán tener en cuenta en un futuro inmediato.

Tambores de guerra

Tras los momentos de desconcierto sonaron de nuevo tambores de guerra en Norteamérica. El presidente Bush, como antes hiciera su padre, prometió venganza y aniquilación de los culpables. Lo anecdótico son ya los miles de muertos y heridos, la destrucción de edificios o los aviones siniestrados. Un enemigo invisible había servido en bandeja a Estados Unidos el motivo para reactivar su economía. Hasta la guerra del Vietnam, Estados Unidos necesita un gran conflicto bélico cada veinticinco años. Desde entonces, el desarrollo tecnológico les obliga a forzar una guerra cada diez años. Recordemos cómo bajo el paraguas de la ONU, a partir de 1991 y hasta hoy, la aviación aliada aterroriza Irak con sus bombardeos, mientras las cancillerías europeas mantenían un sepulcral silencio, ahora roto para implicarse en la primera guerra localizada del siglo XXI.

Conjuntamente con la campaña de agitación bélica, la diplomacia norteamericana y europea, talonario en mano, trata de aglutinar alrededor suyo a la mayor cantidad posible de países en un intento de justificar una venganza que les permita seguir ostentando su liderazgo mundial y que abra la puerta de unos arsenales repletos de armas obsoletas tanto convencionales, químicas o estratégicas, y que les permita probar las nuevas tecnologías
de la muerte.

Tras el monstruoso crimen en EE.UU., el FBI y la CIA nos dicen que lo sabían todo de unos presuntos terroristas que pudieron circular tranquilamente por Norteamérica e, incluso, adiestrarse como pilotos en un cursillo que exigía unas 1.500 horas de vuelo. Además, volaron repetidamente a Europa, Asia o África dejando toda suerte de huellas. El espionaje nos dice que estuvieron en Madrid, Salou o la Costa del Sol y se reunieron con agentes de gobiernos enemigos de Estados Unidos como Irak, Afganistán y un etcétera que incluye a la organización Al Qaeda de Ben Laden. Y aunque seguimos sin conocer las pruebas de la implicación de éste en los atentados, el Gobierno Aznar decide implicar a España en la guerra contra Afganistán. Porque España ha entrado en guerra al dejar su territorio y ofrecer su aportación militar en el conflicto. ¡España, pues, está en guerra!

Pero, quien desee aproximarse a la realidad de Estados Unidos ha de considerar su política exterior y de seguridad como el motor de su economía y como el determinante de su política. En los últimos años, y con Bush en la presidencia, la economía norteamericana recela de la implantación del Euro y del crecimiento del PIB en Europa. En la historia del imperio yanqui nada es lineal ni sencillo.

El día 6 de septiembre, el Gobierno Bush renunciaba a dividir Microsoft en dos empresas, tal y como habían decidido los jueces norteamericanos. El desánimo cundía en las bolsas europeas por el desplome de Wall Street a consecuencia de la caída de las empresas tecnológicas. El lbex 35 también se desplomaba. Con el nuevo revés del índice Dow Jones de la bolsa de Nueva York, el día 7 el grupo Telefónica perdía el 15% de su valor. El mayor nivel de paro en EE.UU. de los últimos años, demostrativo del empeoramiento de la coyuntura, disparaba el pesimismo en los mercados por temor a una recesión mundial. los grandes inversores vendían participaciones en industrias aeronáuticas y tecnologías. Tras el atentado, el FBI investiga esas operaciones financieras de unas grandes corporaciones bursátiles que parecían conocer la fecha y magnitud del atentado.

El fracaso de la Cumbre de Durban contra el Racismo, por la oposición de Estados Unidos, Israel y algún país europeo a calificar el tráfico de esclavos como «crimen contra la humanidad» y a negarse a cualquier tipo de reparación por «la injusticia histórica de la esclavitud y por la colonización» de los últimos cuatrocientos años, llevaría a un enfrentamiento permanente entre países europeos y africanos en el debate de la Declaración Final. El día 8 de septiembre concluiría con la imposición de Occidente de reforzar la ayuda al desarrollo, pero desvinculándola de unos procesos colonizadores que habían contribuido «a la pobreza, al subdesarrollo, a la marginación, a la exclusión social, a las disparidades económicas y a la inestabilidad». Una Conferencia de la ONU clausurada con la protesta de los grupos indígenas que consideraban minimizados sus derechos y su libertad de expresión, y con la retirada de los delegados de Estados Unidos e Israel por la exigencia árabe de condenar la política israelita en los territorios ocupados. Al día siguiente, Israel sufriría dos atentados suicidas y un tiroteo a un autobús con un balance de siete muertos y casi un centenar de heridos. En su represalia, los israelitas bombardearon con helicópteros las poblaciones palestinas de Ramallah y Nablús.

La revuelta social en Occidente y en todos los países emergentes, así como la protesta de muchos otros países hacía necesaria, para EE.UU. y sus aliados, una guerra de advertencia y al final encontraron la excusa. James Petras, profesor de Ética Política de la University of New York, afirmaba que «la gran paradoja del sistema es que el capitalismo no puede controlar a sus capitales. Ante eso tenemos dos opciones: o capitular ante el proyecto neoliberal o radicalizarnos, es decir, intervenir en las decisiones estratégicas de la economía. Eso implica una resocialización, una transformación del Estado gestor que tenemos ahora, por un Estado social, superando las versiones del pasado». Para este sociólogo, «El Estado Keynesiano no es viable ya que no está en condiciones de fijar reglas que cumplan las multinacionales». Y añadía que «no tenemos un ejemplo en veinte años de un solo gobierno en el mundo -conservador, demócrata cristiano o socialdemócrata- que haya aumentado la legislación social».

(Publicado en El Federal núm. 11 - Octubre 2001)

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