31/8/12

Crónica del ocaso

Minerva Katssenian relata la vida de inmigrantes armenios en la localidad riojana de Arnedo. Léamos su crónica.

Es viernes por la tarde. Las calles de Arnedo, la ciudad del calzado, hija de la que La Rioja presume con orgullo, se empiezan a llenar de gentes, niños y mayores, que pasean tranquilas bajo la suave llovizna, resultado lógico de un día de intenso bochorno.

Avenida de Stepanakert, capital de NagornoKarabakh, república independiente de facto, a la que los organismos internacionales no dejan unirse a Armenia. Instantánea tomada por Raffi Kojian el 17 de julio de 2006

Entre esas gentes, se encuentra un grupo de hombres, jóvenes y viejos, padres e hijos. Pertenecen a los más de trescientos armenios que componen la comunidad del pequeño país caucasiano en este rincón riojano. No hablan español, apenas balbucean unas pocas palabras; ¿lograrán entender algo de lo que, con empeño, trato de comunicarles?

A sus setenta y cuatro años, Iskandar (Alejandro en armenio) se ha convertido en el patriarca honorario de esta tribu integrada por unas cien familias, que comenzaron a instalarse en suelo español a principios de los noventa. Lleva veinte años en España, de los que ha pasado ya más de una década en Arnedo. Entiende el español bastante bien –al menos, en comparación con sus compatriotas– y se erige en intérprete. Sin embargo, algunos de los hombres y mujeres a los que visitamos –la mayoría, sin papeles– temen decir su nombre y se escabullen con desconfianza. Marian Shetoian llegó hace cinco años. Esta mujer de fuertes rasgos caucáseos lamenta entre risas su suerte: “Trabajo, muy mal”. Vive o malvive con su marido y uno de sus hijos (su hija está en Armenia). “Hace diez años, se vivía bien”, afirma Iskandar. Hoy, el calzado alimenta al 90% de estas personas.

Nina Haspertian es la sufrida y dulce mujer que ofrece su humilde morada a las visitas, conocidas o, como en este caso, por conocer. Su casa es el hogar siempre abierto a quien llame a su puerta y pida una historia. El relato se sirve acompañado de sencillos manjares postsoviéticos (todos ellos adquiridos en el supermercado ruso regentado por armenios, que también abastece a georgianos y ucranianos). La extrema sencillez de la estancia en la que nos encontramos llama la atención: un retrato de su difunto esposo colgado de la pared recibe como ofrenda un ramillete artificial de flores de pascua, y numerosas fotografías de sus seres queridos se hallan dispuestas sobre dos sobrias mesitas.

Su voz, rasgada por el dolor de un año de viudedad y varios más de pobreza, narra con sinceridad su pasado, presente y potencial futuro: su marido emigró en febrero de 2004; meses después, en junio, ella lo siguió. El trabajo se acabó pronto, dos años después. Desde entonces, sobrevive a duras penas gracias a ocasionales empleos como limpiadora y costurera; ahora, no hay trabajo. Sus hijos, en Armenia, y su hija, en Rusia, reciben su visita cada año. Allí, sus penas se amortiguan; la visión de sus nietos le devuelve el calor familiar. Aquí, sola, debe hacer frente a la única herencia que le dejó su marido, una hipoteca de 590 euros, que escasamente le deja margen para el pago del agua y la electricidad. Uno de sus hijos le envía dinero (toda una ironía para el inmigrante). Su sueño es vender su casa y regresar a su tierra, junto a los suyos. La cruz que lleva se le hace cada día más pesada: “Si en una familia trabajan tres o cuatro personas, está bien, pero sola no puedo”.

Mientras la mujer se levanta con modestia a preparar té, dulces y fruta, Iskandar hace un inciso y vuelve la vista a su pasado: “Nací en Nagorno Karabaj. Cuando tenía doce años, me fui a Bakú y viví ahí cuarenta y cinco; después de la perestroika de Gorbachov, me tuve que marchar”. Su hijo vive en Armenia; sus dos hijas, en España. Prosigue: “Estuve trabajando ocho años aproximadamente; mi trabajo consistía en poner remaches a los zapatos. Ahora que soy mayor, no puedo trabajar; estoy en casa y ando por todo Arnedo”. Nina regresa de la cocina, con lo que se inicia una típicamente armenia ceremonia del té, rodeada de un aire romántico y melancólico.

Más tarde, los hombres se reunirán. Compartirán sus esperanzas y desventuras al fuego del coñac, que no puede faltar en ningún hogar armenio. A falta de un templo apostólico, sus casas se convierten en lugar de reunión y culto a la tradición. Llueve. En las empinadas calles se respira una humedad perfumada de decadencia y nostalgia. Es el ocaso.

Minerva Katssenian

No hay comentarios:

Publicar un comentario